Alas

Como cada vez que caminábamos, el vecino de abajo salía a la escalera a gritarnos, aprendimos a volar. Descubrimos con felicidad de niños que nos habían crecido alas, así que nos desplazábamos de una pieza a la otra sin tocar el suelo, sin que resonaran los zapatos, sin que crujieran los tablones de madera. Crujían sí, inevitablemente, las puertas al abrirse o cerrarse y correr las sillas para sentarse causaba sin duda algún sonido que repercutía abajo. Pero como el vuelo había eliminado la fuente mayor de producción de ruido, creimos de buena fe que había concluido el tiempo de la represión y las quejas.
Una mañana, sin embargo, cuando nos sentábamos a desayunar, surgió, como de lo más profundo del infierno, la voz del vecino conminándonos a callar. Temblaron nuestros cuerpos alados ante la intempestiva intervención que, como siempre, nos amenazaba desde abajo sin atreverse a subir. No entendimos, sólo permanecimos inmóviles el tiempo que duró el miedo y luego seguimos desayunando. Cuando nos levantamos a lavar los platos, resonó otra vez el del infierno. ¿Las sillas ? Al día siguiente logramos que levitaran todos los muebles, de modo que no se produjera el más mínimo roce entre las patas y el piso. Eramos un fenómeno en realidad, ya que vivíamos desafiando la ley de la gravedad. Comíamos, dormíamos, nos duchábamos y hasta mirábamos televisión flotando y, como les habíamos aceitado las bisagras, ni siquiera las puertas sonaban. Casi aire éramos, de tan livianos. A veces, para no incomodar, hasta salíamos por las ventanas en vez de por la puerta de calle. Estábamos satisfechos de nuestra capacidad de adaptación y de la solución que habíamos hallado para el problema de convivencia. Creíamos de buena fe que el vecino también estaba satisfecho.
¡Inocentes ! Una tarde, cuando volvíamos, nos esperaba en la puerta cuchillo en mano amenazándonos con cortarnos las alas pues el susurro que hacían al volar le impedía dormir y hasta pensar.
Ahí mismo nos fuimos, levantamos vuelo, arriba arriba, por encima de los techos y los árboles y ya nunca más bajamos. Vivimos como ángeles. Si supiera, el vecino se moriría de envidia.

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