La casa de la memoria

Es el título de una novela de Lucía Graves que, sin reflexionar demasiado, le compré hace años a Adriana de regalo y que tomé prestada de su casa hace poco, después de (re)leer en la contratapa que hablaba de la Cábala, tema que apasiona a Juaco y del que habla con frecuencia, y en la solapa, que Lucía es la hija de Robert y por lo tanto había grandes probabilidades de que hubiera heredado un porcentaje de sus conocimientos y su inteligencia.
No decepcionó mis expectativas el libro. Al contrario, como no podía dejar de leerlo, me lo llevé en mi viaje a Londres. Para mi desgracia, me lo olvidé en el tren de ida cuando me faltaba aún media lectura. Más allá de posibles interpretaciones de toda índole acerca de tal olvido (cuando estaba además en un punto decisivo de la trama), la búsqueda de ese ejemplar o, en su defecto, de otro, de « La casa de la memoria », marcó un segundo viaje a Londres dos semanas después. Que ambos viajes hayan coincidido exactamente con las dos olas de atentados que asolaron Londres últimamente, pareciera en principio no venir a cuento. Pero el hecho de buscar una memoria olvidada en una ciudad atemorizada, donde la angustia impide pensar, resonaba con coherencia en mi interior, más aun porque en ese segundo viaje lo que yo quería era pensar (y no olvidar) para comprender mi propio camino.
Al llegar a Londres, lo primero fue preguntar en la Oficina de Objetos Perdidos : hablé con una grabación que me pidió una descripción exhaustiva del libro y, pocas horas después, la misma grabación me informó que lamentablemente no lo habían encontrado.
Le conté a Ruth lo sucedido quien, a su vez, le contó a Carl y ambos quisieron colaborar en la búsqueda llevándome a distintas librerías. (En Bruselas, en la librería española, me habían dicho que era dificilísimo conseguirlo y que, en todo caso, tendría que esperar hasta septiembre.) Con Ruth fuimos a Grant&Cutler, una inmensa librería multilingüe cerca de Piccadilly. La empleada hizo el pedido por computadora y quedamos que Ruth iría a buscar el libro cuando llegara dentro de algunas semanas y me vendría a visitar con la excusa de traerlo. Con Carl fuimos a una librería también grande pero sólo con libros en inglés que queda en Putney Exchange, una galería comercial cerca de lo de Ruth. Pedí la traducción en inglés : la empleada buscó en su base de datos y descubrió con asombro que el título existía pero que nunca se había editado la traducción. (En ese momento recordé que en otra librería alguien nos había dicho que había habido un problema con la editorial que debía publicar la traducción.) Carl sugirió entonces que podíamos buscarlo en una librería de viejo. Faltaban poco más de dos horas para que saliera mi tren de regreso a Bruselas cuando cruzamos el puente sobre el Támesis y entramos en una tienda en una esquina, llena del zócalo al techo de libros apilados prolijamente y clasificados a la perfección. Yo dí enseguida con una biografía de Piaf escrita por su media hermana y dejé con cierta pena en el estante el único libro en castellano que vi, « El coronel no tiene quien le escriba », editado por Sudamericana en Buenos Aires. Carl encontró una novela policial. Sólo entonces le preguntamos al dueño de la librería por « La casa de la memoria ». Como respuesta, nos contó la siguiente anécdota : Un día llegó un hombre preguntando por libros de Robert Graves y el librero le mostró los que tenía. ‘Verá –dijo-, es que estoy tratando de recuperar algunos libros que faltan en mi biblioteca. Robert Graves era mi suegro, estoy casado con su hija. Vivimos aquí en Putney…’ En ese punto, Ray, el librero, conjeturó si Graves tendría más de una hija…

Cuando cruzamos el puente de regreso a lo de Ruth, no pude menos que sentir un escalofrío ante la coincidencia « cósmica », como diría Marcela. Descubrir que la autora del libro cuya búsqueda marcaba mis itinerarios (londinenses y de los otros) vivía quizás a pocos pasos de donde yo no lo había hallado.

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