La luna

‘¿Cómo se llama eso que está en el cielo de noche ? De día es el sol, ¿de noche… ?’ La mujer me mira y sólo cuando le respondo, retoma el hilo de su discurso. ‘Eso que lleva ahí –señala mi colgante- parece una luna’. Estamos sentadas una frente a la otra en los asientos naranjas del Metro. Venía al parecer hablando con el señor que estaba sentado al lado mío y a quien oí anunciarle amablemente que bajaba, y despedirse. Eso fue hace un par de estaciones. Ahora comprendo que el hombre no la conocía más que yo, que la mujer habla con toda persona que se le pone delante. Su actitud, sin embargo, lejos de molestarme, me apacigua. Es quizás el tono melodioso de la voz, el ritmo lento buscando las palabras para contar una historia que parece preocuparla, o acompañarla, pero de la que no logro desentrañar más que frases sueltas, una casa, alguna persona en esa casa. Tendrá unos ¿sesenta ? años. Lleva el pelo corto y sin gracia. Mira a los ojos cuando habla con expresión a la vez inocente y cansada. Probablemente sea esa inocencia, la confianza con la que se entrega al extraño para ofrecerle su historia, dicha en poco más que un murmullo pero con sumo cuidado, la que me hace adoptarla de una vez como miembro de mi familia. De hecho, tiene cierto parecido a mi abuela en sus últimos años, cuando se perdía en mitad de una frase buscando un nombre y después de un esfuerzo dejaba surgir una palabra que caía mágica fuera de contexto flotando como una mariposa en una biblioteca y entonces le daba risa, nos daba risa, y nos reíamos. La misma inocencia, la misma paz de quien está más allá de todo, en un mundo que se parece a la infancia.
‘¿Adónde va ?,’ oigo que me pregunta. ‘Kraainem.’ ‘Es la próxima,’ me anuncia. Le agradezco. Siento que me está cuidando. Está cansada de viajar pero confía ciegamente en su destino. Allá en la casa de su historia, ¿en la luna ?, la espera una hija o un amigo con un plato de sopa y muchas ganas de escucharla. Ese lugar adonde llega, ese espacio poblado de presencias amigas, hecho de imágenes luminosas y de palabras murmuradas sobre el rumor del metro, de cuya existencia al final del camino tiene la certeza, la sostiene, le da la fuerza suficiente para elevarse un momento sobre nosotros, ignorantes pasajeros del metro perdidos en los vericuetos de la rutina olvidados de lo esencial, y desde ahí, hablarnos en tono de madre, contarnos una historia, somme toute, cuidarnos.

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